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"Ensaio de Gonzalo Aguilar sobre as "Cosmococas" de Hélio Oiticica, originalmente publicado em abril de 2006 na edição no. 84 da revista argentina Punto de Vista, como contribuição ao projeto documenta 12 magazines."
La cocaína como pigmento: ese forzamiento de los límites entre transgresión a la moral social y arte imprime una fuerza al mismo tiempo disciplinada y desesperada a las cosmococas de Oiticica que, a fines de 2005, fueron vistas en el MALBA de Buenos Aires.
Hélio Oiticica estaba drogándose en su departamento de Nueva York cuando descubrió que la cocaína que había esparcido sobre la portada del LP Wea-sels Ripped My Flesh (Comadrejas rasgaron mi piel) de Frank Zappa hacía un dibujo interesante. Seducido por el juego de macabra autodestrucción de la tapa del artista Neon Park, por el descubrimiento de la cocaína como pigmento o por el carácter ready-made del resultado, lo cierto es que el artista brasileño comienza entonces –corría el año 1973– a investigar las posibilidades artísticas de las ceremonias del éxtasis. Surgen así los Block Experiments in Cosmococa, Program in Progress, una serie de instalaciones que combinan la ambientación espacial y sonora con la proyección de slides de los rostros de Marilyn Monroe, Luis Buñuel, Yoko Ono, Jimi Hendrix y Mick Jagger maquillados con regueros de coca. No es la primera vez que Oiticica trabaja con el cine experimental: aunque inconcluso, su primer proyecto, Nitro Benzol & Black Linoleum, es de 1969. Como muchos otros artistas brasileños del período (Antonio Dias, Lygia Pape, Antonio Manuel y Neville D’Almeida), Oiticica hace diversas experiencias con el súper-8 y los slides de 35mm en la búsqueda de un ‘cine’ antinarrativo y ambiental al que denomina quase cinema.
Hastiado del clima opresivo que se vivía en su país y beneficiado con una beca Guggenheim, Oiticica se traslada en 1970 a Nueva York donde se queda hasta 1978. Pese a que llega con un prestigio internacional bastante cimentado después de la retrospectiva de Londres de 1969, la vida en la nueva ciudad no le resulta nada fácil, y mientras cursa algunas clases de cine en New York University sobrevive haciendo traducciones y, según algunos testimonios, vendiendo cocaína. Sin embargo, su actividad artística no decrece y es en esos años que comienza la redacción de unos note-books –verdadero cuaderno de bitácora del artista en el campo de la experimentación– donde registra obsesivamente proyectos, observaciones, ideas, anécdotas y lecturas.1 El título general que les asigna a estos cuadernos es Newyorkaises, y en ellos incluye, entre otros innumerables proyectos, las instrucciones para el montaje de las Cosmococas. Allí, Oiticica detalla una suerte de guión y prevé, para su nueva obra, tanto una performance pública como una privada. El hecho de que las primeras exhibiciones sólo se realicen siguiendo esta última modalidad, en su departamento neoyorquino a fines de 1973, resulta previsible.2 Por más que en Nueva York hubiese una cultura underground vigorosa, era difícil creer –aun para un artista relativamente conocido, que en 1970 participa en la muestra Information del MoMA– que estas piezas pudieran mostrarse en público. Sin embargo, hay que considerar también que la decisión de instalar las cosmococas en su departamento está vinculada o subordinada tanto a la negativa a hacer muestras en galerías o en museos como al intento de convertirse en un artista clandestino o “subterráneo”, según le gustaba definirse. Es que con las cosmococas Oiticia redefine y reorienta su trayectoria, y lo hace en parte porque muchos de los motivos que habían marcado sus invenciones en la década anterior se habían modificado: la exhibición en espacios públicos en Río de Janeiro, el uso de lo marginal para construir una posición antagónica, las conexiones entre arte y política. Por eso mismo, aun la noción clave de “campo experimental”, a la que Oiticica había accedido tras años de actividad intensa, exigía ser reconfigurada. Más allá del sentido sensorial amplio que le adjudica Oiticica, el “campo experimental” puede ser definido como el espacio público –no artístico y no coercitivo– en el que se prueba el poder de la forma artística para liberar cuerpos, sensaciones y percepciones. Así entendido, la confrontación de las obras del artista de los años sesenta y el quase cinema de principios de los setenta no es solamente una confrontación de su trayectoria, sino que permite revisar las mutaciones del entramado social y cultural en el que aparecen.
Primer corte: marginal y abyecto
Durante la primera fase de su trayectoria, entre 1955 y 1964, Oiticica produce en su trabajo rupturas graduales, como si en vez de avanzar practicando cortes absolutos con su propia obra, el artista carioca desplegara la evolución inmanente de la forma artística. Así, después de sus indagaciones iniciales en la dinámica del plano (los Metaesquemas), juega con el desplazamiento de la moldura en el espacio (los relieves espaciales) para posteriormente crear recorridos laberínticos y coloridos con el proyecto Cães de caça de 1961. Aunque ya están aquí las preocupaciones por el color y por el espectador que recorren todas sus creaciones, la dominante de esta fase es la radicalización de la forma modernista que, desde la exposición nacional de arte concreto de 1956, había marcado los rumbos del arte brasileño. Esta lógica evolutiva se quiebra con los Bólides (recipientes de vidrio o de madera pintada que contenían tierras de colores) y con los Parangolés (vestidos coloridos para performances visuales) que significan un corte absoluto con lo que había hecho anteriormente. En los Bólides, incorpora lo abyecto a través de materiales extraídos del mundo extraartístico de los desechos, que provocan un cortocircuito en la percepción formal de la obra. Con los Parangolés, todavía va más allá y viola uno de los tabúes modernistas por excelencia al incluir la figura humana. Si el arte, en la versión modernista de mediados de siglo, se encaminaba sin retorno posible a la abstracción, la actitud de Oiticica –en sintonía con lo que ya venían realizando otros artistas– contribuía a la revisión de sus fundamentos. En un solo golpe, con esas capas con las que vestía a sus amigos de la escola de samba de Mangueira, Oiticica se sale de la evolución inmanente del arte modernista e introduce un elemento que ya no es legible según sus coordenadas. Las capas, de una manera consecuente con las obras anteriores, profundizan el trabajo con el color y con el espacio. Pero el acento en las telas utilizadas y sobre todo en el cuerpo del bailarín imponen una lógica que implica un cambio en los criterios de valoración de su producción. En su artículo seminal “Arte ambiental, arte pós-moderna, Hélio Oiticica” de 1966, Mário Pedrosa trata de dar cuenta de estos pasajes y llega a la conclusión de que es necesario acuñar un neologismo (“pós-moderno”) para dar cuenta de las operaciones que estaba realizando el artista carioca.3 Básicamente, se trata del pasaje de la “aristocracia distante de lo visual” a la “fruición sensual de los materiales”, que exige de la crítica un reposicionamiento porque ese “arte ambiental” ya no debe ser evaluado exclusivamente según valores estéticos sino también –o sobre todo– culturales. Si lo abyecto de los Bólides todavía adquiría valor por su antinomia con los materiales del arte, el escándalo de los cuerpos de los Parangolés ya no pertenece al orden de lo artístico sino que es cultural: Oiticica entrando con sus amigos de la favela de Mangueira en el Museo de Arte Moderno de Río para presentarlos en la exposición “Opinião 65”. El acontecimiento es inmediatamente incoporado a las elucubraciones del artista: el espacio público ya no es en esta experiencia algo dado o determinado, sino el efecto de una invención en la que interviene la forma artística aunque ya no como arte sino como experiencia vital.
Este giro en la trayectoria de Oiticica se apoya en un tipo de operación que se disemina velozmente por esos años entre los artistas brasileños: la arquitecta Lina Bo Bardi recorre las casas populares para ver cómo se trata la funcionalidad del diseño, Haroldo de Campos incorpora el canto de un trovador nordestino ciego y mendigo en sus joycianas Galáxias, Glauber Rocha hace colisionar la literatura de cordel clandestina con la experimentación cinematográfica en Deus e o diabo na terra do sol, para no hablar de lo que sucedería poco después con Caetano Veloso, Gilberto Gil y el movimiento tropicália, término tomado –como es sabido– de una instalación de Oiticica. Se trata de un fenómeno que podría denominarse populismo de vanguardia o populismo chic y que tuvo una gran persistencia en la cultura brasileña. En el caso de Oiticica, este populismo de vanguardia contiene la promesa de conectar las conquistas del arte contemporáneo con la labor en las favelas y en otros espacios públicos. Todavía muchos años después y cuando ya otros artistas habían abandonado esta perspectiva –Glauber Rocha, en una carta difamatoria escrita en 1972, dice que “Oiticica debe ser acusado de explotador sexual de los favelados”–,4 Oiticica programa en 1979 Cajú-Kleemania. Se trata de un homenaje al centenario del nacimiento de Paul Klee, realizado en el barrio de Cajú en Río de Janeiro. Como se puede ver, y esto dicho sin ninguna ironía, el populismo chic de vanguardia tuvo la virtud de, por un lado, viabilizar y vitalizar la circularidad entre cultura alta y cultura popular, y por otro, de potenciar al máximo la interacción entre densas categorías provenientes de la estética y la vida cotidiana.
Además de la figura humana, los parangolés hacían otra inclusión extraña a la pureza pictórica del arte abstracto. Se trata de los slogans que, en diálogo con las marchas multitudinarias que se hacían en Brasil entre 1964 y 1968, se inscriben sobre las telas y expresan poéticamente el antagonismo político: “Incorporo la revuelta”, “De la adversidad vivimos”, “Estamos hambrientos”, “Sea marginal, sea héroe”. Esta última, que sirvió de bandera a los tropicalistas y que protagonizó un célebre caso de censura, condensa magistralmente el tipo de desplazamiento que estaba realizando Oiticica: reconvertir la marginalidad del vanguardista en el campo artístico en una marginalidad más general que incluyera también a los opositores políticos, al pueblo y, como símbolos de este proceso, a los bandidos sociales. El Bólide Caixa 18, Homenagem a Cara de Cavalo (1965-1966), que reproduce una foto de este bandido abatido por la policía con los brazos en cruz, concreta esta reconversión y señala, como lo vio muy bien el propio Oiticica, el desplazamiento de preocupaciones de orden estético a otras de orden ético. Mezcla de dandy y reo, último baudelairiano, Hélio Oiticica escribe junto a la caja que homenajea a Cara de Cavalo que para el bandido “el crimen es una búsqueda desesperada de la felicidad”. Oiticica encuentra allí una “antimoral” que “es peligrosa y trae grandes infortunios” pero que ve como la única vía para la destrucción de los valores establecidos. Aunque de carácter predominantemente defensivo, la ecuación de lo marginal era sin duda eficaz en su capacidad de articular instancias como “pueblo”, “antiburguesía”, “arte de vanguardia”, “malditismo”, “rebelión política”, que hasta entonces transitaban por niveles diferentes. Y si el populismo de vanguardia proporcionaba el modo de interactuar con las masas, el marginalismo era la manera de imaginarse integrado con ellas.
El extremismo cultural, artístico y ético de esta actitud tenía que encontrarse, en un momento u otro, con la política. Sin duda, varios trabajos de principios de los sesenta admitían una lectura desde la política del arte, pero lo que sucede a fines de la década es algo totalmente diferente: la performance artística del arte ambiental se vincula con la acción política propiamente dicha en momentos en los que se vive una gran efervescencia popular contra la dictadura militar instaurada en 1964. El encuentro se produce en la exposición Apocalipopótese realizada en la explanada del Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro, en julio y agosto de 1968, en consonancia con las marchas que se estaban realizando por esos mismos días.5 A diferencia de lo que sucedió en la Argentina con la ya mítica Tucumán arde, los artistas brasileños –entre ellos Oiticica– no se sintieron tentados por abandonar las instituciones del arte ni por descartar los poderes de su especificidad: por un lado, porque no tenía sentido dilapidar el entramado institucional de los museos de arte moderno logrado en las espléndidas batallas del concretismo; por otro, porque el antagonismo político no se percibía necesariamente más vigoroso que el artístico. Con la música popular del tropicalismo, el cine de Glauber Rocha y otras manifestaciones, las prácticas artísticas habían alcanzado un increíble grado de intervención e inserción cultural. Con la consigna de “A Arte é do povo e para o povo” y el apoyo del gobierno provincial y del diario Ultima hora, durante todo el mes de julio se llevan a cabo actividades pedagógicas y de difusión artísticas y el 18 de agosto se presenta una muestra colectiva y ambiental de artistas ya reconocidos. Aunque las autoridades prohibieron la exhibición de una bandera que sostenía un explícito “Abajo la Dictadura”, toda la experiencia tuvo un fuerte impacto político y artístico: los parangolés de Hélio Oiticica (uno dedicado al Che Guevara), los ovos de Lygia Pape, las Urnas quentes de Antonio Manuel y la performance de Rogério Duarte con sus terribles perros amaestrados concretaron una promesa de arte participativo y de oposición articulado alrededor del acto o del pueblo en acto. Pero a diferencia de las puestas en escena de Antonio Manuel y de Rogerio Duarte, Oiticica no buscaba un efecto exterior en el campo de la política. Su intervención crítica, en cambio, está en relación con la liberación de las restricciones corporales y con la ampliación de lo sensorial, y solo mediado por la forma puede decirse que su arte es eficaz.
Oiticica llega a considerar esta experiencia como un antes y un después, y afirma que le reveló el futuro. En un texto escrito en Londres en agosto de 1969, se refiere a este evento de un modo que recuerda al “Manifiesto Antropófago” de Oswald de Andrade por el modo de fechar retrospectivamente: “época: última semana de agosto 1969 / há um ano da Apocalipopótese / da noite negra”. Sin embargo ese futuro –como el del Apocalipsis– no se concreta nunca y la promesa de Apocalipopótese se apaga dramáticamente con la “noche negra” instaurada el 13 de diciembre de 1968 por el Acto Institucional número 5 del gobierno que suprimía derechos y libertades civiles. Apenas cuatro meses después de la realización del evento, los valiosos resultados que alcanza Oiticica con su arte ambiental pierden el contexto en que adquirían sentido: el de la construcción de un poder marginal y alternativo contra el autoritarismo militar y la sociedad burguesa.
Segundo corte: Marilyn,
Malevitch y la cocaína
Dos poemas que Oiticica escribe en Londres, antes de instalarse en Nueva York, indican muy gráficamente las nuevas condiciones en las que deberá desempeñarse como artista. El título que llevan ambos es “Subterrânia” y, de un modo obsesivo, juegan con las diferentes posibilidades del prefijo “sub”: desde conceptos muy instalados en las ciencias sociales latinoamericanas como “subdesarrollo”, hasta otros, como “sublime”, de larga tradición en el campo de la teoría estética. Los poemas ponen de manifiesto su deseo de abandonar el mundo del arte –algo que hace efectivamente cuando llega a Nueva York– y de ir a la búsqueda o a la construcción de una cultura underground. Es en este proceso de búsqueda que son pensadas las cosmococas. El antagonismo y el “ejercicio experimental de la libertad”, según la gráfica fórmula de Pedrosa, ya no pasan por la ocupación de los espacios públicos sino por lo que el mismo artista denominó vida subterránea.
En marzo de 1973 Oiticica consigna el plan para la primera cosmococa, a la que titula CC1 Trashiscapes y cuya traducción podría ser Basurascapes. Ésta, como las cuatro que le siguen en agosto del mismo año, son realizadas en colaboración con el cineasta Neville D’Almeida: CC2 Onobject, sobre Yoko Ono; CC3 Maileryn, que usa el libro de Norman Mailer sobre Marilyn; CC4 Nocagions, a partir del libro Notations de John Cage, y CC5 Hendrix-War, sobre la tapa de un LP del guitarrista. Por su parte, CC6 Coke’s Head Soup se basa en la portada de Goat’s Head Soup de los Rolling Stones y fue hecha en colaboración con Thomas Valentin. A estas seis cosmococas hay que agregarles tres más para completar el conjunto de instalaciones realizadas con slides de 35mm (fotos de imágenes de libros o fotos regadas con cocaína), equipamientos vinculados al consumo de cocaína (navajas, limas de uñas...), espacios para los participantes (globos, hamacas, piscina) y cintas sonoras.6 Casi todas las cosmococas trabajan con figuras de la cultura masiva: en Maileryn, por ejemplo, se proyecta, en un ambiente plagado de globos naranjas y amarillos, fotos del libro de Mailer sobre la Monroe maquillada con cocaína, y fotos de tijeras, de un ventilador, de un parangolé y del equipamiento relativo a la droga. La única que no trabaja con rostros humanos es Nocagions que proyecta, además del equipamiento habitual de navajas y tubitos de metal, imágenes del libro Notations de John Cage sobre el que se esparcen, entre el orden y el caos, líneas de cocaína. En 1973 esta última cosmococa se presenta en la casa del artista, pero para una futura exhibición pública las instrucciones prevén instalarla alrededor de una piscina iluminada con luces verdes y azules, colores fríos frente a los globos cálidos de Marilyn.
Creo que no habría que dejar de admitir –lo que además tendría el efecto benéfico de apartarnos de una crítica, como la de Oiticica, tan mimetizada con su objeto– que las cosmococas significan un retroceso, un repliegue y hasta, si se quiere, una reducción drástica del campo experimental. Muchas de las líneas que el artista carioca había trazado laboriosamente a lo largo de los años sesenta se cortan o son bloqueadas. En realidad, no es que Oiticica se detenga o claudique, sino que el endurecimiento del régimen militar le secuestra los materiales con los que estaba trabajando. Después de 1969, son impensables en Brasil eventos públicos en la ciudad, experimentos con el espectador o un arte del slogan. Como muchos otros escritores y artistas de su país, Oiticica inicia lo que la crítica llamó tan pintorescamente ego-trips, caminos individuales a caballo de la droga o de otras experiencias alternativas y totalmente desligados de una militancia política tradicional. Oiticica, sin embargo, insiste en desarrollar, aun en las condiciones más adversas, algunos de sus postulados experimentales. Las líneas y las conexiones se redistribuyen y los materiales se redefinen: ya no el cuerpo de los sujetos populares sino el de los medios masivos, ya no el éxtasis multitudinario de la fiesta sino el solitario de la droga, ya no los espacios abiertos sino un ámbito cerrado y casi clandestino, ya no los cambios de la forma en oposición a las políticas represivas del Estado sino la investigación sensorial de los cuerpos, las percepciones y los valores, ya no la forma tratada desde la cultura brasileña sino desde la cultura de masas. Todo, como lo denominó el propio Oiticica, bajo un “estado de invención”. Los cambios parecen demasiado drásticos, pero la insistencia de las Cosmococas en las relaciones dinámicas entre margen, cuerpo y forma en la invención del espacio o del “campo experimental” continúan siendo ejes que permiten reflexionar sobre sus invenciones.
Aunque la caracterización que hace Pedrosa de Oiticica como artista posmoderno sigue siendo válida, esto no debe llevar a la conclusión de que lo que se produce es un olvido o un borramiento del modernismo: por el contrario, su obra –aun en la diferencia– lo reinscribe como un elemento dinámico e ineludible. Basta pensar en los títulos vinculados con las cosmococas, para detectar las huellas de autores claves del repertorio canónico: “program in progress” remite a James Joyce y al lema work in progress que identificó al Finnegans Wake en su fase de redacción; “quase cinema”, por su parte, es una cita del prólogo de Stéphane Mallarmé a su poema Un coup de dés: “sans présumer de l’avenir qui sortira d’ici, rien ou presque un art” (“sin presumir el porvenir que surgirá de aquí, nada o casi un arte”), que sirvió como programa para diversas neovanguardias. Ambas invocaciones pueden ser leídas como el lugar del “porvenir” que pretende ocupar Oiticica: una utopía sensorial de la pura creatividad y del puro ocio (lazer), para la que creó el adjetivo de crelazer. Sin embargo, más importante aún que estas dos referencias, es la que hace con la cocaína como pigmento.7 Es que el blanco de la cocaína también admite una lectura desde el modernismo: a principios de los setenta, el “blanco sobre blanco” de Malevitch se había convertido en una verdadera obsesión para Oiticica. De hecho, los dos parangolés que se incluyen fotografiados en las cosmococas Maileryn y Trashiscapes están hechos con telas de nylon blanco casi transparentes, así como el libro Notations de Cage que sirve a la cuarta cosmococa es una tapa blanca sobre la que se dibuja el blanco de la droga.8 El blanco se convierte en un sinónimo de éxtasis y de aprensión de lo inconmensurable (o lo “cósmico”), y permite observar claramente cómo Oiticica se posiciona fuera del dominio artístico creado por el modernismo sin, paradójicamente, abandonar su forma a la que le asigna todavía poderes cognitivos, estructurantes y liberadores. Mientras en Malevitch la persecución de lo sublime se realiza a partir de una progresión hacia lo esencial de la pintura, en Oiticica es la cocaína como pigmento la que trata de mimar un sublime que es, al mismo tiempo, lo que emana de los medios masivos y sus rostros. Lo blanco sublime converge con la droga, los cuerpos en ocio, la música rock y contemporánea y los rostros de los stars de la cultura masiva. ¿Cómo leer a Marilyn maquillada por Malevitch?9
En nuevas condiciones, Oiticica vuelve a testear las formas del espacio público, ahora desde el espacio limitado de una sala que puede montarse en cualquier lugar. El cuerpo del espectador o participante es colocado cara a cara con la fuerza marginal clandestina y subterránea de la droga y con la fuerza de los medios masivos a los que es imposible sustraerse. Señala Gilles Deleuze que “la droga ha cambiado el problema de la percepción, aun para los que no se drogan” y que por eso es tan importante reconocer su causalidad o modalidad específica. La respuesta que da el filósofo francés es que lo específico de la droga está en que el deseo inviste directamente el sistema-percepción.10 Algo de psicodelia hay en las cosmococas, ya sea en los globos de colores, en las imágenes proyectadas en la oscuridad o en las luces coloridas. Sin embargo, a diferencia de casi todo el arte del siglo XX vinculado a la droga (pienso en Henri Michaux, en Aldous Huxley, en William Burroughs), Oiticica no trabaja con la descripción de los efectos sino con el uso de su materialidad. Con la cocaína hace, como lo define él mismo, una “parodia de las artes plásticas”: si retorna a la pintura es porque el caballete ahora son libros de tapa dura, el pigmento es la cocaína y los pinceles, las navajas que se usan para cortar la coca. La causalidad específica de la que habla Deleuze, en cambio, no aparece asignada a la droga sino que se desplaza a los héroes de los medios masivos quienes, en sus rostros, efectivizan percepción y deseo. Al agrandar desmesuradamente esos rostros, Oiticica altera la relación de dimensión ‘natural’ con los cuerpos que establecían los parangolés: el carisma de esos personajes ingresa en el espacio cerrado de la exhibición y su gigantismo se proyecta en las paredes. Con estos procedimientos, las cosmococas parecen afirmar, por un lado, que nuestra relación con los cuerpos se ha modificado totalmente, que ya no se despliega en el espacio público sino en los medios. Por otro, se reafirma el descubrimiento de lo sublime en los mass media, típico de los setenta y la consecuente transformación de un espacio público que antes era imaginado a escala humana. El problema es básicamente de dimensiones: frente a la grandiosidad y “unilateralidad del cine-espectáculo”, crear el goce del cuerpo en el esparcimiento experimental del quase cinema.
No es poco lo que se le pide al participante de las cosmococas quien, arrojado en la caverna del conocimiento de su propio cuerpo, está atrapado entre tres goces antitéticos: el de la máxima concentración de singularidad de los rostros, el de la disolución y enmascaramiento de la cocaína y el de la indiferencia y el juego que proponen las hamacas, la piscina o los globos. Lo que se le ofrece, en definitiva, es un sublime del goce: sublime porque testea las fuerzas de la forma fuera del arte pero sublime también porque se enfrenta directamente con las energías de la vida y la autodestrucción.
Podría pensarse este sublime que plantean las cosmococas en un contexto más amplio de rehabilitación del goce como noción que impugna a la narración burguesa (no hay que olvidar que Oiticica estaba abocado a hacer un arte antinarrativo) y que reivindica el entusiasmo dionisíaco. Hay que recordar que El placer del texto de Roland Barthes –que participa del mismo ánimo post-68– es del mismo año que las cosmococas, y que la lectura de Nietzsche atrapa a Oiticica como antes sólo lo habían hecho Merleau- Ponty y Marcuse. Páginas enteras de textos nietzscheanos son pegados en sus cuadernos y, hacia fines de la década, la fórmula deleuziana “tragique = joyeux” se transforma en una de sus divisas. Pero lo más original de la empresa de Oiticica no está en los posibles intertextos sino en el modo en que lo sublime y la forma colocan la cuestión de cómo hacer del goce, en las nuevas condiciones post-68, algo público. Desde los goces clandestinos de la droga a los infantiles del juego con globos. Si en los sesenta Oiticica descubre que el arte no debe situarse en espacios públicos preexistentes sino que debe inventarlos, la revelación de las cosmococas, pese a la falta del cambio político en su horizonte, no es menos fundamental: la máquina sensorial del cuerpo no deja de trazar zonas y líneas de fuga.
Han pasado más de treinta años desde que Oiticica invitó a unos amigos a su departamento en Nueva York para mostrarles que no era cierto, como se decía en Brasil, que estaba acabado. Desde entonces hasta ahora, cuando las cosmococas se exhiben en los museos, muchas cosas pasaron. Entre otras, se ha debilitado notablemente el régimen de censura y represión en el que las cosmococas fueron pensadas, pero nuestras nociones del cuerpo y del espacio siguen siendo notablemente limitadas y el quase cinema de Hélio Oiticica no deja de ofrecernos el medio de una inesperada expansión.
Notas
1. Afortunadamente, los escritos de Oiticica pueden consultarse por Internet en el sitio dedicado a su archivo: www.itaucultural.org.br/aplicexternas/enciclopedia/ho.
2. La primera muestra pública de las Cosmococas se hizo en una retrospectiva organizada en 1992 que recorrió ciudades de Europa y Estados Unidos. Las diferencias en las instrucciones entre las performances privadas y públicas son meramente técnicas.
3. “Arte ambiental, arte pós-moderna, Hélio Oiticica” fue publicado en el Correio da Manhã el 26 de junio de 1966 y después reproducido en Acadêmicos e Modernos (Textos escolhidos III), San Pablo, Edusp, 1998, pp. 355-366.
4. En Glauber Rocha: Cartas ao mundo, organización de Ivana Bentes, San Pablo, Companhia das Letras, 1979, p.435. Las relaciones entre el voluble Glauber y Hélio habían conocido épocas mejores: en 1968, Oiticica participó como actor en Câncer, una de las expresiones más acabadas y felices de lo que aquí denomino populismo chic de vanguardia.
5. El término Apocalipopótese es una palabra portmanteau creada por Rogério Duarte que junta “apocalipsis” e “hipótesis”.
6. Para un análisis del proceso de composición de las Cosmococas puede consultarse el ensayo de Carlos Basualdo incluido en su libro Hélio Oiticica Quasi-Cinemas, Germany, Kölnischer Kunstveiren – New Museum – Wexner Center for the Arts and Hatje Cantz Publishers, 2001. Para una perspectiva más vinculada con el cine underground del periodo puede leerse “Distracción, un estudio sobre algunas experiencias visuales de Ivan Cardoso, Torcuato Neto y Hélio Oiticica” de Mario Cámara, Grumo, número 4, octubre 2005.
7. La valoración del pigmento por razones no exclusivamente vinculadas con el color no es nueva: como se sabe, en el Renacimiento el azul ultramarino que se extraía de la piedra lapislazuli era el pigmento más caro y el que se reservaba para el manto de la Virgen.
8. Esta cosmococa está dedicada a Augusto y Haroldo de Campos, con quienes Oiticica traba un intenso contacto en esos años y en quienes también se percibe este interés por “el blanco sobre blanco” en diversos poemas, traducciones y artículos críticos. No casualmente el parangolé blanco reproducido en Trashiscapes también está dedicado a Haroldo de Campos. En una carta inédita que Hélio Oiticica le envía a Augusto de Campos se lee: “augusto, fue genial que me hayas mencionado el libro de cage, notations: lo compré y es realmente increíble, de una riqueza sin fin, cósmico, con un montaje fantástico; he leído mucho silence también, libro con el que siento una afinidad increíble. la construcción de esos libros son obra de genio” (carta del 16 de octubre de 1971). Notations es una compilación que hace John Cage de partituras de diversos autores que contienen nuevos sistemas de notación musical y que el propio Cage comenta siguiendo el sistema del I-Ching. El título de la obra de Oiticica juega con el significado de “cage” (jaula) en inglés y la negación, mimetizándose con el título Notations.
9. Los maquillajes estaban a cargo de Neville D’Almeida y son llamados “mancoquillagens” en referencia a Manco Capac, el dios maya de la planta de coca.
10. En “Deux questions sur la drogue”, ensayo incluido en Gilles Deleuze: Deux régimes de fous (Textes et entretiens 1975-1995), París, Minuit, 2003, p. 139.